Comentario
La nobleza seguía estando dividida en tres grados: los grandes, los títulos de Castilla y los simples hidalgos. En España existían 180 grandezas, pero la facultad de reunir varias en una sola cabeza, había reducido a los titulares a 110. Algunos, como el conde de Altamira o el duque de Medinaceli reunían hasta nueve grandezas. Su poder había disminuido puesto que la Monarquía absoluta no permitía interferencias de ningún tipo. Por el contrario, dependían de la voluntad real para contraer matrimonio y hasta para viajar. Amenazados por la revolución y sometidos de esta forma a la corona, algunos grandes presentaron en 1823 al duque de Angulema su deseo de constituir una Cámara de pares análoga a la que existía en Francia con el objeto de defender su estatus. Por otra parte, aunque los derechos señoriales suprimidos por las Cortes de Cádiz fueron restablecidos por Fernando VII, pocos campesinos se habían prestado a pagarlos como antes de 1811. La mayor parte de sus miembros se hallaban abrumados por las deudas y les resultaba difícil obtener préstamos. Resultaban paradójicas sus dificultades económicas en medio de sus inmensas propiedades y de multitud de domésticos y de sirvientes, a los cuales se veían obligados a mantener, lo que había contribuido a agotar sus inmensas fortunas. Esa misma situación podía aplicarse a la nobleza titulada, cuyo número ascendía en la última etapa del reinado de Fernando VII a 550 personas. La supresión de los mayorazgos en 1820 hizo que muchas de las tierras vinculadas a la gran nobleza propietaria se pusiesen en venta, aunque Fernando VII anuló la medida a raíz de su segunda restauración como rey absoluto.
En cuanto a la nobleza no titulada, seguía siendo muy numerosa y especialmente en la franja cantábrica. En el recuento de 1797 su número ascendía a 402.059 miembros. Muchos de estos hidalgos vivían en unas condiciones bastante modestas, en virtud de los ingresos que obtenían de la explotación de pequeñas haciendas, o de la práctica de humildes oficios, para lo cual habían ya sido autorizados por un decreto de Carlos III. Su característica principal seguía siendo su deseo de aparentar, pues a pesar de las dificultades por las que atravesaban en muchos casos, no renunciaban a seguir ocupando un lugar destacado en el conjunto de la sociedad.